Aquí se ha cometido un asesinato, y el asesino fue
un hombre. Ese hombre tenía más de seis pies de estatura, es joven, de pies
pequeños para lo alto que es, calzaba botas toscas de puntera cuadrada y fumaba
un cigarro de Trichinopoly. Llegó a este lugar con su víctima en un coche de
cuatro ruedas, del que tiraba un caballo calzado con tres herraduras viejas y
una nueva en su pata derecha delantera. Hay grandes posibilidades de que el
asesino fuera un hombre de cara rubicunda y de que tenía notablemente largas
las uñas de los dedos de su mano derecha.
Si este hombre fue asesinado, ¿cómo se realizó el
hecho? preguntó el primero. Lo envenenaron contestó Sherlock Holmes.
ráche es una palabra alemana que equivale a
castigo; de modo pues, que no pierda tiempo buscando a la señorita Rache!.
Lo primero en que me fijé al llegar allí fue que un
coche había marcado dos surcos con sus ruedas cerca del bordillo de la acera.
Ahora bien: hasta la pasadá noche, y desde hacía una semana no había llovido,
de manera que las ruedas que dejaron una huella tan profunda, necesariamente
estuvieron allí durante la noche. También descubrí las huellas de los cascos
del caballo; el dibujo de una de ellas estaba marcado con mayor nitidez que el
perfil de los otros tres, lo que era una indicación de que se trataba de una
herradura nueva. Supuesto que el coche encontrábase allí después de que empezó
a llover y que no estuvo en ningún momento durante la mañana, en lo cual tengo
la palabra de Gregson, se sigue de ello que no tuvo más remedio que estar allí
durante la noche; por consiguiente, ese coche llevó a los dos individuos a la
casa. La cosa parece bastante sencilla le dije yo. Pero ¿qué hay acerca de la
estatura del otro hombre? Lo que hay es esto: en nueve casos de diez puede
deducirse la estatura de un hombre por la largura de sus pasos. Se trata de un
cálculo bastante sencillo, aunque no tiene objeto el molestarle a usted con
números. Yo pude ver la anchura de los pasos de este hombre tanto en la arcilla
de fuera de la casa como en la capa de polvo del interior. Fuera de esto,
dispuse de un medio de comprobar mi cálculo. Cuando una persona escribe en una
pared, instintivamente lo hace a la altura, más o menos! del nivel de sus ojos.
Pues bien: aquel escrito estaba a un poquito más de seis pies del suelo. Esto
es un juego de niños. ¿Y lo relativo a su edad? le pregunté. Verá usted: cuando
un hombre es capaz de dar pasos de cuatro pies y medio sin el menor esfuerzo no
es posible que haya entrado en la edad de la madurez y el agotamiento. De esa
anchura era un charco que había en el camino del jardín y que ese hombre habia,
sin duda alguna, pasado de una zancada. Las botas de charol habían bordeado el
charco, y las de puntera cuadrada habían pasado por encima. En todo esto no se
encierra misterio alguno. Yo me limito a aplicar a la vida corriente algunas de
las normas de observación y deducción que defendía en aquel artículo. ¿Hay
alguna otra cosa que le intrigue? Lo de las uñas de los dedos y lo del cigarro
de Trichinopoly apunté. La escritura de la pared se hizo con el dedo índice
empapado de sangre. Mi lente de aumento me permitió descubrir que al hacerlo
había resultado el revoco ligeramente arañado, lo que no habría ocurrido si la
uña de aquel hombre hubiese estado recortada. Recogí algunas cenizas esparcidas
por el suelo. Eran de color negro y formando escamillas; es decir, se trataba
de cenizas que sólo deja un cigarro de Trichinopoly. He realizado un estudio
especial acerca de la ceniza de los cigarros. A decir verdad, tengo escrita una
monografía acerca de este tema. Me envanezco de poder distinguir de una ojeada
la ceniza de cualquier marca de cigarros o de tabaco.
Si la idea que yo me he forjado del caso es
correcta (y tengo toda la razón para creer que lo es), el hombre en cuestión arriesgará
cualquier cosa antes que perder. el anillo. Según mi opinión, se le cayó cuando
se inclinó sobre el cadáver de Drebber, y no notó su falta en ese momento.
Descubrió la pérdida cuando se había marchado ya de la casa, y regresó a toda
prisa; pero se encontró con que estaba actuando la Policía, debido al disparate
cometido por él al dejar la vela encendida. Tuvo que simular que estaba
borracho a fin de alejar las sospechas que quizá hubiera podido despertar su
aparición en la puerta del jardín.
Voy a intentar exponerle las diferentes etapas de
mi razonamiento. Empecemos por el principio. Llegué a la casa, como usted sabe,
a pie y con el cerebro libre de toda clase de impresiones. Empecé, como es
natural, por examinar la carretera, y descubrí, según se lo tengo explicado ya,
las huellas claras de un carruaje, y este carruaje, como lo deduje de mis
investigaciones, había estado allí en el transcurso de la noche. Por lo
estrecho de la marca de las ruedas me convencí de que no se trataba de un
carruaje particular, sino de uno de alquiler. El coche Hansom de cuatro ruedas
que llaman Growler es mucho más estrecho que el particular llamado Brougham.
Fue ése el primer punto que anoté. Avancé luego despacio por el sendero del
jardín, y dio la casualidad de que se trataba de un suelo de ardua,
extraordinariamente apto para que se graben en el mismo huellas. A usted le
parecera, sin duda, una simple franja de barro pisoteado, pero todas las
huellas que había en su superficie encerraban un sentido para mis ojos entrenados.
En la ciencia detectivesca no existe una rama tan importante y tan olvidada
como el arte de reconstruir el significado de las huellas de pies. Descubrí las
fuertes pisadas de los guardias, pero vi también la pista de dos hombres que
habían pisado primero el jardín. Era cosa fácil afirmar que habían pasado antes
que los otros, porque en algunos sitios sus huellas habían quedado borradas del
todo al pisar los segundos encima mismo. Es como fabriqué mi segundo eslabón,
que me informó de que los visitantes nocturnos habían sido dos, uno de ellos
notable por su estatura (lo que calculé por la longitud de su zancada) y el
otro elegantemente vestido, a juzgar por la huella pequeña y elegante que
dejaron sus botas. Esta última deducción quedó confirmada al entrar en la casa.
Allí tenía delante de mí al hombre bien calzado. Por consiguiente, si había
existido asesinato, éste había sido cometido por el individuo alto. El muerto
no tenía en su cuerpo herida alguna, pero la expresión agitada de su rostro me
proporcionó la certeza de que él había visto lo que le venía encima. Las
personas que fallecen de una enfermedad cardíaca, o por cualquier causa natural
repentina, jamás tienen en sus facciones señal alguna de emoción. Cuando
olisqué los labios del muerto pude percibir un leve olorcillo agrio, y llegué a
la conclusión de que se le habia obligado a ingerir un veneno. Deduje también
que le habían obligado a tomarlo por la expresión de odio y de temor que tenía
su rostro. Había llegado a este resultado por el método de la exclusión, porque
ninguna otra hipótesis se ajustaba a los hechos. No vaya usted a imaginarse que
se trata de una idea inaudita. No es, en modo alguno, cosa nueva, en los anales
del crimen, el obligarle a la víctima a ingerir el veneno. Cualquier toxicólogo
recordará en seguida los casos de Dolsky, en Odesa, y de Leturier, en
Montpellier. A continuación se me presentó el gran interrogante del móvil. Éste
no había sido el robo, puesto que no le habían despojado de nada. ¿Se trataría,
pues, de política o mediaba una mujer? Tal era el problema con que me
enfrentaba. Desde el primer instante me sentí inclinado a esta última
suposición. Los asesinos políticos tienen por costumbre darse a la fuga en
cuanto han realizado su cometido. Este asesinato, por el contrario, había sido
llevado a cabo de un modo muy pausado, y quien lo perpetró había dejado huellas
suyas por toda la habitación, mostrando con ello que había estado presente
desde el principio hasta el fin. Ofensa que exigía un castigo tan metódico era,
por fuerza, de tipo privado, y no político. Al descubrirse en la pared aquella
inscripción, me incliné más que nunca a mi punto de vista. Estaba demasiado
claro que aquello era una aliagaza. Pero la cuestión quedó zanjada al
encontrarse el anillo. Sin duda alguna, el asesino se sirvió del mismo para
obligar a su víctima a hacer memoria de alguna mujer muerta o ausente. Al
llegar a este punto fue cuando pregunté a Gregson si en su telegrama a
Cleveland había indagado acerca de algún punto concreto de la vida anterior del
señor Drebber. Usted recordará que me contestó negativamente. Procedí a
continuación a escudriñar con mucho cuidado la habitación, y el resultado me
confirmó en mis opiniones respecto a la estatura del asesino, y me proporcionó
los detalles adicionales referentes al cigarro de Trichinopoly y a la largura
de las uñas. Al no ver señales de lucha, llegué, desde luego, a la conclusión
de que la sangre que manchaba el suelo había brotado de la nariz del asesino,
debido a su emoción. Pude comprobar que la huella de la sangre coincidía con la
de sus pisadas. Es cosa rara que una persona, como no sea de temperamento
sanguíneo, sufra ese estallido de sangre por efecto de la emoción, y por ello
aventuré la opinión de que el criminal era, probablemente, hombre robusto y de
cara rubicunda. Los hechos han demostrado que mi juicio era correcto. Cuando
salimos de la casa procedí a realizar lo que Gregson había olvidado. Telegrafié
a la Jefatura de Policía de Cleveland, circunscribiendo mi pregunta a lo relativo
al matrimonio de Enoch Drebber. La contestación fue terminante. Me informaba de
que ya con anterioridad había acudido Drebber a solicitar la protección de la
ley contra un antiguo rival amoroso, llamado Jefferson Hope, y que este Hope se
encontraba en Europa. Sabía, pues, que ya tenía en mis manos la clave del
misterio, y sólo me quedaba atrapar al asesino. En ese momento había yo llegado
mentalmente a la conclusión de que el hombre que había entrado en la casa con
Drebber no era otro que el mismo cochero del carruaje. Las marcas que descubrí
en la carretera me demostraron que el caballo se había movido de un lado a otro
de una manera que no lo habría hecho de haber estado alguien cuidándolo.
¿Dónde, pues, podía estar el cochero, como no fuese dentro de la casa? Además,
es absurdo suponer que ninguna persona que se encuentre en su sano juicio
cometa un crimen premeditado a la vista misma, como si dijéramos, de una
tercera persona que sabe que lo delatará. Y, por último, si alguien quiere
seguirle los pasos a otra persona en sus andanzas por Londres, ¿qué mejor medio
puede adoptar que el de hacerse conductor de un coche público? Todas estas
consideraciones me llevaron a la conclusión de que a Jefferson Hope habría de
encontrarlo entre los aurigas de la metrópoli. Si él había trabajado de
cochero, no había razón de suponer que hubiese dejado ya de serlo. Todo lo
contrario: desde el punto de vista suyo, cualquier cambio repentino podría
atraer la atención hacia su persona. Lo probable era que, por algún tiempo al
menos, siguiese desempeñando sus tareas. Tampoco había razón para suponer que.
actuase con un nombre falso. ¿Pára qué iba a cambiar el suyo en un país en el
que éste no era conocido por nadie? Por eso organicé mi cuerpo de detectives
vagabundos, y los hice presentarse de una manera sistemática a todos los
propietarios de coches de alquiler de Londres, hasta que huronearon dónde
estaba el hombre tras del que andaba yo. Aún está fresco en la memoria de usted
el recuerdo del éxito que obtuvieron y de lo rápidamente que yo me aproveché
del mismo. El asesinato de Stangerson fue un episodio completamente inesperado,
pero que en cualquier caso habría resultado difícil de evitar. Gracias al
mismo, como usted ya sabe, entré en posesión de las píldoras, cuya existencia
había conjeturado. Como usted ve, el todo constituye una cadena de ilaciones
lógicas sin una ruptura ni una grieta.